El Sacrario Militare di Redipuglia, el mayor monumento funerario italiano (y uno de los mayores del mundo) acoge, en la septentrional localidad que le da nombre, los cuerpos sin vida de más de cien mil caídos de la Primera Guerra Mundial.

Fue inaugurado en 1938 sobre la colina Sei Busi, un emplazamiento crudamente disputado durante el conflicto armado, en la provincia de Gorizia.

Una visita en el recuerdo

La visita a Redipuglia, realizada por el que escribe estas líneas hace una década, tiene, por el diseño del monumento, una lógica que difícilmente puede ser transgredida por el visitante.

Al llegar, nos encaminamos por la denominada “via eroica”, flanqueada por placas de bronce, de diecinueve metros de longitud, con los nombres grabados de las localidades donde se registraron los combates más sangrientos de la guerra.

Después, accedemos a una gran explanada, la base del monumento, donde se halla, en su centro, la tumba de Emanuele Filiberto de Savoia-Aosta, comandante de la Tercera Armada, enterrado allí en 1931 y custodiado, a derecha e izquierda, por las tumbas de sus generales.

A partir de ahí, y ocupando toda la ladera hasta la cima, una monumental escalinata, formada por 22 escalones, de más de dos metros de alto y 12 de fondo cada uno, alinea las tumbas de 39.867 caídos identificados.

El visitante puede flanquear esta escalinata por cada uno de sus extremos, de modo que sólo puede acceder a cada escalón transversalmente; ya en la cima, en el último escalón, en dos enormes tumbas comunes reposan 60.330 caídos no identificados.

Todo el conjunto está coronado por tres grandes cruces.

Arquitectura y escultura monumentales

El diseño de Redipuglia, obra del arquitecto Giovanni Greppi y del escultor Giannino Castiglioni, encuentra su justificación en el contexto definido del patriotismo y la utilización del recuerdo (evitemos el trillado y equívoco concepto político de “memoria”) y las terribles secuelas de la Primera Guerra Mundial por el régimen de Mussolini.

Si los demás países participantes en la guerra mantuvieron una red de cementerios nacionales en las áreas de combate (Alemania dejó reposar en Francia a muchos de sus caídos), la política fascista fue la de monumentalizarlos e insertarlos en un cuerpo único que hiciese perder los últimos vestigios de una identidad individual, ya comprometida por el número e ingente proporción de cuerpos sin reconocer, como afirma Dogliani.

La teatralidad del conjunto y sus inmensas dimensiones despiertan en el visitante, inevitablemente, un sentimiento de desproporcionalidad, alimentado por la estructura formal que es, en sí misma, conceptualmente rígida, pensada y realizada para rendir culto patriótico a la muerte.

En cada gran escalón, donde reposan los caídos reconocidos, se alinean, casi infinitamente, sus nombres y apellidos, esculpidos en el mármol blanco, gobernados por un incesante “presente”.

La terrible experiencia de la guerra

No querríamos acabar este comentario, incitados quizá por esa despersonalización que el elenco de Redipuglia produce, como han referido algunos historiadores italianos contemporáneos, sin reseñar unas pocas palabras nacidas de los combatientes, caídos y sepultados en dicho monumento, con el fin de acercarnos, si acaso tenuemente, a la terrible experiencia personal de la guerra.

Primero, con un testimonio que describe la destrucción intelectual a que el combatiente era sometido por vivir en las trincheras, profundamente excavadas en la tierra, generalmente de un solo metro de anchura: "Nuestros cerebros se vuelven perezosos en el ejercicio único y limitado de la cotidianeidad, siempre igual, bajo tierra", escribía en una carta Giacomo Morpurgo, en enero de 1916.

Otro testimonio, también destacado por Melograni en su Historia política de la Gran Guerra, reza así: "Estamos a pocos pasos del enemigo y la guerra parece lejana. (...) Quien figure gritos y fusiles se ha hecho de la guerra una idea fantástica y convencional, diferente de la realidad. Una acción decisiva es mucho más que eso, es un martillo infernal, el exterminio, un horrendo huracán de hierro y fuego, del que se sale como de un cataclismo; pero una acción decisiva es rara, ocurre sólo en las grandes avanzadillas, y es el resultado último de una larga y compleja preparación, que a veces dura meses y sobre la que nosotros no tenemos más que vagos y raros indicios: (...) un trabajo inmenso, colosal, que se cumple con una majestuosa y terrible lentitud de semana en semana, y que no alertamos precisamente por su vastedad, si bien vivimos en su interior.”

Quizá resulte atrevido (irrespetuoso, incluso) rememorar Redipuglia desde las sensaciones que un extranjero, a tantos años vista, pueda albergar en su visita al monumento. Su magnífica presencia, el infinito listado de nombres, que suman sus letras imborrables como esencia de un todo de mármol blanco majestuoso en su forma y terrible en su significado, provocan hondas emociones.

No ha sido nuestra intención serlo, y si acaso hubiéramos incurrido en ello pedimos perdón, a los caídos en Redipuglia.

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